30.10.25

Cuenta regresiva

Mi abuela María no tenía casa. Vivía como nómade. Deambulaba de un lugar a otro aunque sin camello. Tres meses en casa de mi tía Elsa -hija mayor y con más dinero-, luego emigraba a casa de mi tía Elba. Por último, aterrizaba con camas y petacas, en casa de mi tía Esperanza. En la única casa que no se quedaba nunca, era en la mía. Es decir en la de su único hijo hombre, Rubén.

Mi abuela tenía su genio y la voz ronca. Fumaba como carretonera unos cigarrillos marca Baracoa. Eran sin filtro porque los con filtro aún no se inventaban. El olor era espantoso. O a mí me lo parecía. A mis 8 años yo era su regalona y también la encargada de ir a comprarle los cigarros al almacén de la esquina.


Cuando ella cocinaba, yo la acompañaba durante el proceso. Si preparaba arroz con leche o sémola, me pasaba la olla con el raspado y yo me sentaba en la escalerita que daba al patio. Esa era su forma de expresarme su amor.

Todos los días, ella me subía la bandeja con el desayuno, antes de irme al colegio. Este consistìa en un té con leche y tostadas con mantequilla y mermelada de moras. 

Eso sucedía cuando yo iba a casa de mi tía Elba y ella estaba allí.
Cuando ella no estaba, la empĺeada doméstica, abusaba de mí y de mi primo Luchín.

Agarraba una correa de cuero y nos comenzaba a golpear con ella, como una advertencia. Nunca contamos esta situación a nadie. Temíamos represalias.

Mi abuela tenía una virtud: cocinaba como los dioses. Codornices escabechadas, conejos o liebres, callos a la madrileña, cazuelas, estofados, budines de verduras, pastel de choclo o pastel de papas, nada se le iba en collera. De postre, lo que uno imagine: arroz con leche, flan de maicena o sémola con salsas de vino tinto o caramelo, queques, tortas, en fin, todo delicioso.

Generalmente a la hora de almuerzo por lo menos eramos unos diez comensales entre adultos y niños. A cada uno le correspondían dos codornices o bien 2

tórtolas escabechadas según hubieran cazado mi tío Lucho y sus amigos. Todo siempre regado con un buen vino tinto.

Mi tío Lucho , descendiente de alemanes y españoles, presidía la mesa mientras los  demás alababámos y chupeteábamos las preparaciones de mi abuela, su suegra.

Cuando fueron pasando los años, mi mamá falleció y mi abuela se fue a vivir con nosotros. Es decir, con mi papá, Rubén, su único hijo hombre el cual quedó viudo con nosotros, sus cuatro hijos.
Yo tenía 15 años en ese momento.
Mi abuela María administraba mi casa como una reina. Sus nietos íbamos al liceo.

Un día de Mayo, mi papá iba a cumplir 40 años. Mi abuela decidió preparar una rica torta para festejarlo y se puso a batir merengue con claras de huevo. Nosotros le ayudámos. De repente, mi abuela se sintió mal, no podía hablar bien y tuvimos que sentarla. Un lado del cuerpo no le respondía. Al final, la acostamos en su cama y mi papá llamó un doctor a domicilio.
El diagnóstico fue demoledor: derrame cerebral.Todo un lado del cuerpo y el habla quedaron dañados.

Durante el tiempo que ella estaba postrada no permitió que ninguna de sus 3 hijas mujeres la cuidaran. A través de gestos pidió que solo yo fuera su cuidadora, con todo lo que eso conlleva.

Una tarde volviendo del liceo, la encontré amortajada.
Había muerto diez días después del derrame, mientras yo estaba en clases. En un lapso de 4 meses, murió mi mamá y mi abuela María en mi casa.

No pude despedirme en su último momento. Sin embargo me quedó la tranquilidad de haber sentido su amor, el que sin duda fue retribuído. 
Así como das, recibes.

Ella cuidó de mí y yo a ella.

abuela María no tenía casa. Vivía como nómade. Deambulaba de un lugar a otro aunque sin camello. Tres meses en casa de mi tía Elsa -hija mayor con más dinero-, luego emigraba a casa de mi tía Elba. Por último, aterrizaba con camas y petacas, en casa de mi tía Esperanza. En la única casa que no se quedaba nunca, era en la mía. Es decir en la de su único hijo hombre, Rubén.

Mi abuela tenía su genio y la voz ronca. Fumaba como carretonera unos cigarrillos marca Baracoa. Eran sin filtro porque los con filtro aún no se inventaban. El olor era espantoso. O a mí me lo parecía. A mis 8 años yo era su regalona y también la encargada de ir a comprarle los cigarros al almacén de la esquina.



Cuando ella cocinaba, yo la acompañaba durante el proceso. Si preparaba arroz con leche o sémola, me pasaba la olla con el raspado y yo me sentaba en la escalerita que daba al patio. Esa era su forma de expresarme su amor.

Todos los días, ella me subía la bandeja con el desayuno, antes de irme al colegio. Este consistìa en un té con leche y tostadas con mantequilla y mermelada de moras. 


Eso sucedía cuando yo iba a casa de mi tía Elba y ella estaba allí.
Cuando ella no estaba, la empĺeada doméstica, abusaba de mí y de mi primo Luchín.

Agarraba una correa de cuero y nos comenzaba a golpear con ella, como una advertencia. Nunca contamos esta situación a nadie. Temíamos represalias.

Mi abuela tenía una virtud: cocinaba como los dioses. Codornices escabechadas, conejos o liebres, callos a la madrileña, cazuelas, estofados, budines de verduras, pastel de choclo o pastel de papas, nada se le iba en collera. De postre, lo que uno imagine: arroz con leche, flan de maicena o sémola con salsas de vino tinto o caramelo, queques, tortas, en fin, todo delicioso.

Generalmente a la hora de almuerzo por lo menos eramos unos diez comensales entre adultos y niños. A cada uno le correspondían dos codornices o bien 2

tórtolas escabechadas según hubieran cazado mi tío Lucho y sus amigos. Todo siempre regado con un buen vino tinto.

Mi tío Lucho , descendiente de alemanes y españoles, presidía la mesa mientras los  demás alababámos y chupeteábamos las preparaciones de mi abuela, su suegra.

Cuando fueron pasando los años, mi mamá falleció y mi abuela se fue a vivir con nosotros. Es decir, con mi papá, Rubén, su único hijo hombre el cual quedó viudo con nosotros, sus cuatro hijos.
Yo tenía 15 años en ese momento.
Mi abuela María administraba mi casa como una reina. Sus nietos íbamos al liceo.

Un día de Mayo, mi papá iba a cumplir 40 años. Mi abuela decidió preparar una rica

torta para festejarlo y se puso a batir merengue con claras de huevo. Nosotros le ayudámos. De repente, mi abuela se sintió mal, no podía hablar bien y tuvimos que sentarla. Un lado del cuerpo no le respondía. Al final, la acostamos en su cama y mi papá llamó un doctor a domicilio.

El diagnóstico fue demoledor: derrame cerebral.Todo un lado del cuerpo y el habla quedaron dañados.

Durante el tiempo que ella estaba postrada no permitió que ninguna de sus 3 hijas mujeres la cuidaran. A través de gestos pidió que solo yo fuera su cuidadora, con todo lo que eso conlleva.




Una tarde volviendo del liceo, la encontré amortajada.

Había muerto diez días después del derrame, mientras yo estaba en clases. En un lapso de 4 meses, murió mi mamá y mi abuela María en mi casa.

No pude despedirme en su último momento. Sin embargo me quedó la tranquilidad de haber sentido su amor, el que sin duda fue mutuo. Así como das, recibes.

Ella cuidó de mí y yo a ella.

Fotografía de mi abuela paterna María Olmedo Jiménez